domingo, 12 de mayo de 2013

Si Madrid tuviera mar

He oído muchas veces decir que a Madrid solo le falta la playa. Que si tuviese mar sería una ciudad perfecta. Yo no soy demasiado objetivo, porque nací allí, pero la verdad es que Madrid es una ciudad increíble. A mí me encanta viajar, ir a otros lugares del mundo a ver cómo se lo montan para pasar las 24 horas de cada día de la mejor forma posible. Y aunque (aún) no he visto demasiado mundo, sé de sobra que Madrid no es la ciudad más impresionante que existe. Pero tiene algo que la hace diferente. Es una ciudad llena de vida, de gente que viene de mil lugares distintos. Y aunque no tiene los mejores museos, ni las vistas más alucinantes, es una ciudad por la que apetece pasear cuando hace calor, pero también cuando hace frío. Madrid es una de esas ciudades que te invita a fabricar recuerdos, prestándote sus calles para que rías o llores.

Madrid
Sin embargo, mucha gente se queda con eso: con que Madrid no tiene mar. Y no es raro eh, a menudo juzgamos a las cosas, a las personas, e incluso a nosotros mismos, por lo que no tenemos, por lo que “nos falta”. Lo hacemos desde pequeños. Un juguete no es un juguete molón si no lo tienen otros mil niños con los que quedamos para fardar de nuestro juguete molón. Es así. Nuestras expectativas parecen preocuparse más de alcanzar lo que no tenemos que de valorar lo que sí. Por eso a veces nos hacemos daño, porque no alcanzamos objetivos que nos quedan grandes, o porque nuestras metas no son racionales, y nos acaban doliendo cuando no las cruzamos. Y esto es un problema grande, porque  el hábitat natural de las decepciones es aquel donde viven las expectativas demasiado altas.  

Casi por naturaleza, no nos conformamos con nada, y por eso nos cuesta tanto gustarnos a nosotros mismos. No nos queremos. Y yo creo que una autoestima baja es el empujoncito que le falta a cualquier problema para convertirse en tristeza. Pero no os culpo por no gustaros, en serio. Si nos preguntasen, todos diríamos que hemos visto unos ojos más bonitos que los nuestros alguna vez. Y ahí está el fallo, en compararnos sin parar con los demás. Es imposible ser feliz pensando que otras personas lo son más que nosotros. Ser feliz significa superarte a ti mismo, no a los demás. Compararte con alguien para acabar sintiéndote inferior no sirve de nada.

Pero como creo que solo con palabras no os voy a convencer, os voy a enseñar un video. Es una entrevista que hicimos esta semana Mónica (si leéis el blog creo que sabréis quien es) y yo a una persona muy especial para un trabajo de la uni. No quiero adelantar más. Solo os cuento que a esa persona (mi hermano) la vida le ha dado muchos argumentos para que quisiese compararse con los demás, para que se sintiese diferente. Y lo pasó muy mal, pero al final acabó descubriéndose a sí mismo, se conoció, y se aceptó tal como es. Y desde entonces el cielo le mira desde abajo, porque cada paso que da le hace llegar un poco más alto que el anterior.

Ah! La entrevista dura 24 minutos. Si estáis pensando “bua qué coñazo… 24 minutos…” es mejor que dejéis de leer y salgáis de aquí, porque eso significa que os falta mucha madurez para llegar a poder entender todas las cosas que se dicen en el video y lo que significan. Y si os quedáis, aprovechad cada minuto al máximo. Bueno, me callo ya, play!

Es un enlace externo a youtube, pero podéis pinchar sin miedo, se abre en una ventana nueva y no tenéis que salir del blog ;)

Espero que ver a una persona que se quiere tanto (a pesar de que la vida intentó que se odiase) os haya servido de algo. Y espero que os ayude a quereros un poquito más. Juzgar a las personas o a las cosas por aquello que no tienen o no pueden hacer no nos lleva a ninguna parte. Tenemos que valorar lo que sí tenemos, que es mucho. Nos quejamos por auténticas gilipolleces, en vez de pensar lo afortunados que somos. Lo que debemos hacer es aprovechar cada segundo de nuestra  vida, y cada cosa buena y mala que tenemos, porque solo esas cosas, y no las de los demás, nos convierten en personas. Tenemos que luchar por superarnos a nosotros mismos, haciendo las cosas bien. Es mejor sacar un 6 sabiendo que te has dejado la piel que un 8 sabiendo que podías haber sacado un 10. Creedme. Ser feliz no es tan difícil como parece, y si no volved a ver el video. No hacen falta grandes cosas, solo hay que saber valorarse, sin pensar en lo que no tenemos o en lo que hacemos mal. Hay que entender que las virtudes nos definen, pero nuestros defectos nos hacen especiales. Porque sí, si mañana Madrid tuviera mar sería una ciudad perfecta. Pero a mí ya no me gustaría tanto… porque ya no sería Madrid.


Sed buenos! 



miércoles, 1 de mayo de 2013

La chica más bonita del mundo y la fascinante ley de la causalidad


Esta no es una historia de príncipes azules y princesas que viven en mundos de color rosa. Esta es la historia un camino que jamás apareció en ningún mapa. Un camino que se hizo siguiendo los pasos de la inevitable y fascinante ley de la causalidad. Un camino que nació cuando se unieron dos caminos mucho más pequeños y frágiles. Esta es la historia de una historia increíble, y os la voy a contar.

Todo empezó en 1978. Mi madre, una mujer de 18 años nacida en una familia humilde, decidió ese año que no le quedaban más dudas que dudar: quería ser profesora. O maestra. Como queráis. Siempre le habían gustado los niños, y la idea de dedicarse profesionalmente a hacer de personitas sin ambiciones futuros comedores de mundo le llenaba, y mucho. Era pura vocación. Una universidad de Madrid guardaba todos los apuntes que mi madre tendría que coger para llegar a cumplir su sueño. Y lo cumplió.

En 1985 nació mi hermano, Sergio, un chico del que os puedo decir que tiene Síndrome de Down, pero preferiría que le recordaseis por sus enormes e ilimitadas ganas de vivir. Siempre ha tenido un carácter más parecido al de mi padre que al de mi madre: divertido, pero serio. En 1987, vino al mundo Almudena, mi hermana. Una chica diferente con una capacidad artística y un talento creativo que le han impedido siempre moverse por lugares en los que se siguen esquemas fijos. Su carácter, aunque alegre, tampoco le acercaba al ímpetu social de mi madre. Y en 1993 me tocó a mí decirle hola al mundo. Y no os voy a hablar mucho de mí, leyendo el blog podréis conocerme bastante. Lo que sí debo contaros es que entre las cosas que he heredado de mi madre, una de las más importantes es sin duda la vocación de ser profesor.

Siempre me han encantado los niños. Piensan poco, ríen mucho, el mayor de sus problemas se suele solucionar con un abrazo… Siempre digo que yo soy un niño disfrazado de “adulto” (lo de adulto va entre comillas porque tengo 20 años, joder), y por eso me llevo tan bien con ellos. Además la sensación que da ayudar a alguien a crecer y a mejorar es diferente al resto de sensaciones. No digo mejor, digo diferente. Y por eso decidí hacer magisterio. Porque sé que en mi mano estará la posibilidad de cambiar las vidas de pequeñas fieras que podrán acabar siendo grandes personas. Además enseñando se aprende. Aprendiendo se crece. Y yo no quiero dejar de crecer jamás. No hay más razones.

Es importante que os diga, para que entendáis bien la historia, que estuve a punto de no ser profesor. No quiero ir de sobrado, pero tenía notas que llevaban a la gente a decir que era capaz de estudiar algo más difícil. Nunca entendí ese argumento. Pero al final no cedí ante tanta presión. Y el día antes de hacer selectividad, en 2011, tenía claro cuál era mi meta, independientemente del numerito que surgiese al hacer la media de todas mis notas.

Pero volvamos atrás, a 2004. En ese año mi madre me apuntó por primera vez a una academia de inglés, en Leganés . Me metieron en un nivel de tercero de la ESO, a pesar de que yo tenía solo 11 años. Cuidado, no os creáis que era superdotado o algo, no tenía ni idea. Hello, how are you, all my people on the floor, y poco más… La política de la academia decía que para aprender había que estudiar un nivel muy superior al que el alumno ya tenía. Y yo estoy totalmente de acuerdo. Lo pasé mal ese primer año, pero aprendí muchísimo. Y todo ese esfuerzo me ha llevado a tener un nivel aceptable, e incluso a sacarme unas pelas (unos euros para los contemporáneos) dando clases particulares.

Vale, ya os he contado mi vocación de profesor y mi nivel de inglés aceptable. Creo que ya es hora de presentaros a una persona que llegó a mi vida, y quizá sin darse cuenta, la ha acabado cambiando por completo. Os hablo de María. Una chica de Getafe (la ciudad donde vivo) que conocí en 2007, en la primera clase de tenis de mi vida. Creo que es interesante contaros como llegué a apuntarme a clases de tenis.

Me vestían del Madrid,
pero soy del GETAFE
A mí, desde pequeñito, siempre me había gustado el fútbol. Jugaba a ser Zidane en la cocina, con una pelota de gomaespuma. Y según mi madre, a los 4 años me pasaba las horas anteriores a los partidos mirando el reloj del microondas, dando paseos de 3 metros, y contando los minutos para encender la tele en busca de un balón. Y no solo veía fútbol. También jugaba. Pasé 8 años en la cantera del Getafe, y era feliz. Pero las lesiones acabaron poco a poco con mi ilusión. Suena a topicazo, pero no. No os voy a engañar, era buenillo, pero no iba para crack ni nada. Simplemente me encantaba jugar. Pero me pasó de todo. Desde dolores por el crecimiento en todo tipo de extremidades hasta injertos en el pie (tengo un cachito de mi propio peroné en el pie y lo cuento orgulloso por donde voy). El caso es que en 2007 decidí cambiar de deporte. Quería seguir jugando, y me decanté por el tenis.

Y esto nos devuelve a aquella primera clase de septiembre de 2007 donde conocí a María. Una chica alegre, divertida, y siempre con una sonrisa en la boca. Lo acojonante es que varios días después de esa primera clase de tenis llegué a otra primera clase, esta vez en mi nueva academia de inglés de Getafe. Y adivinad quién estaba allí. Sí, María. Me acuerdo de que cuando nos vimos pusimos cara de ¡¿pero tú qué haces aquí!?

Estuvimos varios años yendo a la misma academia y al mismo club de tenis, pero en 2010 dejamos de vernos. Yo dejé el tenis, y me apunté a la escuela de idiomas. A lo mejor os interesa saber que María estudia hoy mi misma carrera, y que su hermano y mi hermana también fueron compañeros de clase en arquitectura. En 2011 no la vi hasta un viernes de abril. El viernes que lo cambió todo para siempre. Era una tarde de estas que te apetece salir por no quedarte en casa más que por otra cosa. Y por eso me fui con mis amigos Alberto y Fernando a Parquesur, un centro comercial de kilo perfecto para dar una vuelta. Y cuando das una vuelta andas, y te cansas. Y te entra hambre. Y para matar el gusanillo decidimos ir a un sitio muy famoso donde sirven hamburguesas rápidas que no se sabe qué llevan pero saben siempre a rico. ¿Qué hay dos sitios de esos? No quiero hacer publicidad, pero os digo que no era el del rey. El otro.

Al llegar a Mc Donalds (OUCH!), decidimos pedir y luego buscar una mesa para tomarnos nuestros mc flurries (no sé si se escribe así) tranquilamente. Y fue entonces, mientras buscábamos sitio, cuando me fijé en la chica de la mesa de al lado de la barra. ¿Era ella? Sí, era María.

Nos hicimos las típicas preguntas convencionales acerca de nuestras respectivas vidas. Y tras pasar por “familia” y “tenis” llegamos a “estudios”. Y entonces María me contó que estaba haciendo magisterio. Pero una modalidad especial que habían sacado en la universidad Rey Juan Carlos. En Vicálvaro. Bilingüe. Magisterio, y en inglés. Imaginaos mi cara de alegría al enterarme. Era perfecto para mí. Me informé mucho sobre esa nueva modalidad, y María me contó muchas cosas. Además, gracias a la escuela de idiomas no tendría ni que hacer prueba de nivel de inglés para entrar. Al final, dos semanas después del encuentro con María en Parquesur, puse la nueva modalidad como primera opción en la hoja de acceso a la universidad. Complutense y Autónoma se quedaron con los otros puestos del podio. María no solo me descubrió esa posibilidad (de la que jamás me habría enterado si no hubiese sido por aquel encuentro “fortuito”), además me animó a dar el paso. Por eso María tiene un papel protagonista en esta historia. Pero no, María no es, en mi caso, la chica más bonita del mundo. Sigamos.

En septiembre de 2011 empecé las clases en Vicálvaro. Enseguida hice muchos amigos, y poco a poco fuimos formando un grupo. Cada vez teníamos más confianza, me sentía muy a gusto la verdad. Y entonces un día, a finales de ese mes de septiembre de 2011, al llegar a clase, me di cuenta de que, en uno de los asientos que el grupo consideraba ya casi como propios, había una chica nueva. Se la veía nerviosa, con miedo. Y decidí hacer algo para intentar ayudarla. Me había sentado justo delante, así que me giré y la pregunté: “¿Tú eres nueva no?”. Ahora ella me dice que parecía que iba con aires de chulito, pero yo os juro que esa frase no iba con esa intención. No me acuerdo con claridad del momento, pero sé que no fue así. Eso sí, tengo que admitir que aquel día de septiembre de 2011, el Carlos de entonces no fue capaz de darse cuenta de que estaba sentado delante de la chica más bonita del mundo.

Os podría contar la historia de cómo llegó Mónica, porque así se llama la chica nueva, a esa modalidad nueva de Vicálvaro. También tiene varios momentos y circunstancias especiales que hicieron que acabase allí. Pero me parece mal hablar de vidas ajenas en mi blog. Solo os diré que Mónica ocupó una de las 3 únicas plazas que quedaron libres en la carrera en septiembre, y que la nota de corte fue un 10 y pico.

Mónica se integró rápido en nuestro grupo de amigos. Era alegre, simpática, y parecía buena por naturaleza. Parecía imposible no cogerla cariño. Y poco a poco empecé a conocerla, aunque los escudos que ambos sosteníamos con fuerza impedían que nos viésemos el uno al otro con claridad. No fue hasta después del verano de 2012, después de un viaje a la playa incluido, cuando, sin saberlo, empezamos a descubrir que no nos daba miedo quitarnos la coraza. Que incluso no solo no daba miedo, sino que empezábamos a ser cada vez más felices. Yo siempre digo que nada que merece la pena ocurre fácil ni rápido, y todo esto merece mucho la pena. Por ello, muy despacio, me fui dando cuenta del mundo que esa chica nueva de la universidad estaba preparando para mí. Poco a poco, pasito a pasito, y con la sensación de que cada día que pasaba la conocía un poquito más, y más ganas tenía de cuidarla. Y así llegó diciembre de 2012, y ya no hubo dudas. Entendí que había que ser valiente. Valiente ante algo que no había conocido jamás. Lo suficientemente valiente como para decidir dar el paso, y comerme el mundo que Ella había preparado para mí. Tenía mucho miedo, pero muchísimas más ganas de hacerla feliz.

Y desde el 14 de diciembre de 2012 no he dejado de aprender a vivir de verdad. No he dejado de perder miedos, ni de descubrir cosas de ella, de nosotros, y de mí mismo. No he dejado de aprender a ser feliz, y me sorprendo cada día dándome cuenta de que la queda muchísimo por enseñarme. Tengo la sensación de estar justo en el lugar en el que quiero estar, y por eso no me arrepiento de nada. 

Si mi madre no hubiese tenido vocación de profesora quizás yo tampoco me habría interesado jamás por los niños. Si no me hubiesen apuntado a una academia de inglés no podría haberme planteado estudiar una carrera bilingüe. Si no hubiese tenido tantas lesiones no habría cambiado fútbol por tenis. Si mi amiga María no se hubiese apuntado al mismo horario que yo en tenis e inglés, y a mi actual universidad, nunca hubiésemos llegado a ser amigos, y no nos habríamos saludado aquella tarde en parquesur. No me habría enterado de esa nueva modalidad de Viválvaro, y probablemente ahora estudiaría en otra universidad. Y si Mónica, que llevaba una muy buena media de bachillerato, se hubiese presentado a selectividad en junio, estudiaría hoy en la universidad Complutense. Pero todas esas cosas no pasaron. Pasaron las que tenían que pasar. Ah, y puede que os resulte interesante saber que el primer día que fui a la autoescuela (en octubre de 2011) después de matricularme, había dos chicas allí. Y sí, una de ellas era María. Alguien se había guardado un comodín por si Mónica y yo aún no habíamos llegado a cruzarnos. Pero ya no hacía falta. No me cansaré de decirlo: todas las cosas pasan por algo. Y hoy, a mí no me da ningún miedo decir que ella, la chica más bonita del mundo, es mi “algo”. Tengo la sensación de que todo lo que me ha pasado hasta ahora en la vida ha pasado por ella, porque tenía que conocerla, descubrirla, y decidir dedicarme a cuidarla y hacerla feliz.

Y me alegro de cada decisión, de cada paso que he dado en estos 20 años. De los aciertos, pero también de los fallos. No me arrepiento de ninguno de mis numerosos tropiezos, ni de no haber sido capaz de confiar en nadie de verdad. De haber cargado con una coraza con la que el mundo parecía un lugar fácil y no había que llorar nunca. Con la que ser valiente no era una posibilidad, porque no había un miedo real que perder. Las cosas grandes, las que nos quitan el sueño, dan miedo de verdad. No me lo podéis negar. Y yo tuve muchísimo miedo cuando me di cuenta de que alguien me estaba descubriendo mil cosas nuevas. Y también cuando la pude conocer de verdad, cuando entré donde nadie se había atrevido a entrar, y pensé que no quería irme de allí jamás. Cuando por fin me di cuenta de que tenía delante a la chica más bonita del mundo, y de que ese “título” solo hablaba de las cosas alucinantes que me había encontrado detrás de unos ojos preciosos. Pero hoy ya no tengo miedo. Hoy solo tengo vida.

¿Cómo puedo tener miedo si cuando me sonríe siento que todo va a ir bien? Que joder, no sabéis lo que es pasar horas preparando sorpresas para ella. De las pequeñas, de las que sorprenden de verdad. Que os juro que cuando se deja sorprender no quedan centímetros en mi cara para darle cabida a mi sonrisa. Que se sonríe, agacha la cabeza, se esconde y se muere de vergüenza. Y yo me muero de ganas de no dejarla llorar jamás. Que me cuenta sus problemas y me gusta hacerlos míos.  Que las soluciones llegan antes cuando estamos juntos, y el suelo parece mucho más firme. Aunque sea de arena, y las pisadas nunca hayan sido muy uniformes hasta ahora. Que aprendemos cada día, juntos, a hablar en plural. Que me gusta estar loco porque sé que ella también lo está, y entiende mi locura. Que he aprendido a tener ambición cuando la he visto ser feliz de verdad, y que duele cuando está lejos. Que me aguanta cuando me vuelvo idiota, y siempre sabe cuándo necesito un abrazo. Que somos diferentes al resto del mundo, pero iguales entre nosotros. Por todo eso, y por muchas cosas más, no puedo tener miedo a ser feliz, porque ahora sí sé serlo de verdad.

Y esta es mi historia. Lo que quiero contarle al ser humano que está leyendo esto es que cada uno tiene que buscar, mejor dicho, encontrar, a su chica más bonita del mundo. Y para mí Mónica es justo eso. Y no por lo preciosa que es, sino porque me hace vivir sin miedo. Porque no me ha cambiado, pero sí me ha hecho conocer cosas de mí mismo que no tenía ni idea de que existían. Porque cuando la miro me encuentro  un espejo en el que puedo mirarme y verme tal como soy. Y me gusto más gracias a ella. Porque vivo haciéndola vivir, y no se me ocurre una mejor manera de estar vivo. Y porque me enseña cada día, cuando veo las ganas que tiene de vivir. Porque le gusta jugar tanto como a mí. Y porque Mónica se ha hecho fuerte a base de palos, pero nadie ha conseguido quitarle nunca ese brillo que tiene en los ojos y que sale a pasear con la más mínima tontería, con una onza de chocolate blanco, o un amago de beso en el cuello, por ejemplo… Porque Mónica es feliz con muy poco, y no hay día que no se despierte con ganas de comerse el mundo. Y esta historia cuenta justo eso: como, desde que nos lo estamos comiendo juntos, el  mundo sabe mucho mejor. Porque Mónica  es mi chica más bonita del mundo, y no, esta no es una historia de príncipes azules y princesas que viven en mundos de color rosa.




Felices 20!




Gracias por todo, te quiero.