sábado, 22 de agosto de 2015

Aprender a llorar

Mira que nuestros padres nos intentan avisar… “Que la vida no es tan fácil hijo, que la vida es larga y a veces muy dura”. Nos repiten y repiten frases de ese estilo para intentar que estemos preparados, nos protegen, a veces en exceso, por miedo a que lo pasemos mal. Y nosotros casi nunca les hacemos caso.

Solo empezamos a pensar que tenían razón cuando la vida, y perdón por la expresión, nos mete la primera hostia de verdad. Como dije en la anterior entrada, aprendemos de las heridas, aprendemos con el dolor. Y nuestros padres, que ya se llevaron ese primer golpe hace mucho tiempo, tratan de advertirnos: inevitablemente, vamos a pasarlo mal. Pero nosotros, con nuestra nostalgia infantil aún a flor de piel, solemos pensar “qué pesados”.

Sin embargo, creo que no sería justo culpar ni a los padres por intentar protegernos, ni a nosotros por no saber lidiar con su sabio consejo. En realidad, estamos hechos para aprender de ese modo, con esa primera gran hostia que la vida nos va a dar antes o temprano.

Y es que la vida es así. Seguramente no tenga rival en cuanto a efectividad a la hora de enseñar, pero sus métodos poco ortodoxos y poco cariñosos nos machacan sin escrúpulos.  La vida es capaz, por ejemplo, de darte la cosa más bonita e increíble con la que podrías llegar a soñar, y luego quitártela sin preguntar.

Pero lo fundamental es tener la calma suficiente para saber manejar ese dolor, que parece difícil de superar, y ser capaces de tomar las decisiones adecuadas cuando esa primera hostia de la que os hablo aparece. Yo pienso que ese dolor tan grande y tan cruel nos desafía inconscientemente a aprender del error.

E incluso eso parece difícil, cuando solo tienes ganas de llorar. Pero seguramente las lágrimas también forman parte del plan. En mi humilde opinión, tras notar el frío que desprende el suelo y después de los inevitables primeros litros de lágrimas que van a salir por nuestros ojos, tenemos dos opciones.

O seguir allí, tumbados en el suelo en un charco hecho con nuestras propias lágrimas, o intentar descifrar el mensaje oculto detrás de esa gran primera hostia. Nunca pensé que haría una entrada en este blog escribiendo la palabra “hostia” tantas veces. Bueno, así compenso un poco, que me está quedando muy filosófica.

A lo que iba, que llorar puede salvarnos la vida. Las lágrimas, que son la prueba empírica de la existencia del dolor, nos pueden ayudar una a una a entender por qué nos hemos merecido ese golpe tan duro. Las lágrimas nos dan la oportunidad de enmendar nuestro error, o nuestros errores.

Sin embargo, esto que digo que suena tan cursi y bonito, no es nada fácil de hacer.  Lleva tiempo, supone todavía más dolor y sufrimiento, y nos da la oportunidad de criticarnos a nosotros mismos. Y no conozco a nadie que le guste que le critiquen.

Pero después de haber sido tan cobardes como para no hacer autocrítica hasta que nos obliga el dolor, estamos obligados a ser valientes para aprender de las lágrimas. Y llegados a este punto (espero haberme explicado bien), ya estoy listo para contaros mi teoría barra denuncia: deberían enseñarnos a llorar.

Qué tontería Carlos, ¿cómo vas a decir eso? Eso me he dicho a mí mismo justo antes de escribirlo. Pero creo que tenía que soltarlo. Y es que cuando llega la situación que os he explicado en los párrafos anteriores, cuando llega esa primera gran hostia, que a mi modo de ver es un momento crucial en nuestra vida…, no sabemos llorar.

Nos enseñan matemáticas porque están en todas partes y nuestro cerebro necesita hacer ejercicio para valerse por sí mismo, nos enseñan lengua y literatura porque es imprescindible comunicarse bien y tener cultura. Nos enseñan ciencia porque saber algo nuevo es casi un regalo, e inglés porque es el futuro. Pero nadie nos enseña a llorar.

Y por eso quiero decirle al mundo que en el cole debería existir una asignatura que se llamase “Aprender a Llorar”. Y no es broma. Llorar es mucho más complicado de lo que parece, porque si lo haces cuando no deberías, no lo haces cuando debes. Sí, esta última frase hay que leerla dos veces, pero tiene sentido.

En serio, pensadlo. No nos enseñan a distinguir cuándo llorar está justificado, cuándo es verdaderamente necesario, no nos enseñan lo que de verdad es el dolor, lo aprendemos de golpe cuando estamos malheridos en el suelo.

Y eso a la larga pasa factura. Porque cuando estás roto por dentro, cuando no tienes ganas de irte a dormir ni de despertarte, entonces entiendes que muchas veces has llorado por auténticas gilipolleces (espero que no lea esto ningún niño porque vaya vocabulario macho).

Y si alguien nos enseñase lo que es el dolor, seguramente tendríamos tanto miedo, que podríamos prevenir los errores en vez de corregirlos. Pero repito, nadie nos enseña a llorar.

Y hasta aquí mi denuncia barra teoría. Gracias por haber perdido unos minutos de tu vida en leer esto, que al final no soluciona nada. Porque esa asignatura jamás existirá. Nuestros padres seguirán siendo pesados para intentar avisarnos, nosotros seguiremos pasando de ellos, nos seguiremos haciendo daño, no valoraremos lo que tenemos.

En definitiva, la primera gran hostia siempre llegará, antes o después. Y cambiará tu vida, eso tenlo claro. Entonces tendrás que aprender a llorar, a autocriticarte, a sufrir como no pensabas que se podía sufrir, y a ser valiente. Y ser valiente significa ser capaz de valorar lo que eres y tienes, de aprender de lo que has hecho mal sin machacarte y de aprovechar esas oportunidades que solo ocurren una vez en la vida.

Pero, ¿sabes qué? A veces ser valiente no es solo aprovechar esas oportunidades únicas, a veces ser valiente es también saber cuándo darlas.

Un abrazo gigante, enorme. 


EC leré. 

sábado, 1 de agosto de 2015

Heridas

Todavía recuerdo el inconfundible olor del Betadine. Y su color fuerte, entre rojo y amarillo. No importaba la cantidad que usase tu madre o tu padre para empapar la gasa y curarte la herida, siempre acababas manchando la camiseta, el suelo, las paredes… Supongo que ese olor, ese color y esa imagen forman parte de la infancia de casi todo el que pueda llegar a leer esto, ¿no?

Cuando somos pequeños, las heridas son algo casi cotidiano, uno de los instrumentos naturales de aprendizaje más eficaces que existen. Nos caemos, nos duele, nos curan. Y la siguiente vez que nos tiramos por el tobogán tenemos más cuidado. El dolor que ya hemos sufrido una vez nos da miedo, y nos anima de manera estricta a evitarlo la próxima vez.

Sin embargo, cualquiera podría preguntarse por qué existen las heridas. Parece demasiado cruel que nuestros cuerpos estén programados para doler cuando nos equivocamos y nos caemos. Y la verdad, lo es. Pero seguramente, si en la escalera del tobogán hubiese un cartel gigante que dijese “CUIDADO, NO TE TIRES DE CABEZA PORQUE TE VA A DOLER”, nos tiraríamos igualmente. Nos dolería, nos curarían, la próxima vez tendríamos más cuidado.

Seguramente las heridas existen para recordarnos que somos vulnerables, para que no se nos olvide que no somos perfectos. Y en ese caso, yo creo que las heridas pueden ser muy útiles. Y es que un día, de repente, el proceso cambia: me caigo, me duele, nadie me cura.

Me tengo que curar yo solo. Nunca lo he hecho, no sé como hacerlo, tengo miedo. Quizá ese es el propósito principal de las heridas, que tengamos miedo. Y es que el miedo no es algo tan negativo como dicen por ahí. Ser valiente no significa no tener miedo, ser valiente significa asumir que lo tienes, e incluso reconocer que eres cobarde. Solo de esa manera el miedo puede ayudarte, y no hundirte.

Como digo, creo que las heridas, a través de dolor (que da miedo), nos intentan ayudar a aprender de nuestros errores. Y digo “intentan” porque al final todo depende de nosotros.

Hay dos opciones a la hora de reaccionar ante una herida. La primera es: te caes, te duele, lloras, y esperas que alguien te cure. La segunda es: te caes, te duele, lloras, y entiendes que nadie va a venir a curarte. La primera es más atractiva, más fácil. Es la forma más sencilla de quitarnos la responsabilidad, de intentar no ver la cantidad de culpa que hemos tenido en la caída.

La segunda asusta más. Y seguramente para decidirte por ella tienes que haber escogido la primera opción varias veces, hasta que ves que no funciona. No debemos pretender que alguien que no seamos nosotros mismos cure nuestras heridas, porque entonces corremos el riesgo de acabar pensando que curarnos es la obligación de esa persona. Y eso es un grave error.

Cada uno debe lidiar con sus heridas, cada uno debe saber leer sus cicatrices. Esa es la única forma de aprender del dolor y del miedo, de crecer, de madurar, de saber que las heridas nos cuentan si estamos en una guerra por la que merece la pena luchar. En definitiva, de entender que llega un día en el que las heridas ya no se curan con Betadine. 


Un abrazo grandote!