Todavía recuerdo el inconfundible olor del Betadine. Y su color fuerte, entre rojo y amarillo. No importaba la
cantidad que usase tu madre o tu padre para empapar la gasa y curarte la
herida, siempre acababas manchando la camiseta, el suelo, las paredes… Supongo
que ese olor, ese color y esa imagen forman parte de la infancia de casi todo
el que pueda llegar a leer esto, ¿no?
Cuando somos pequeños, las heridas son
algo casi cotidiano, uno de los instrumentos naturales de aprendizaje más
eficaces que existen. Nos caemos, nos duele, nos curan. Y la siguiente vez que
nos tiramos por el tobogán tenemos más cuidado. El dolor que ya hemos sufrido
una vez nos da miedo, y nos anima de manera estricta a evitarlo la próxima vez.
Sin embargo, cualquiera podría
preguntarse por qué existen las heridas. Parece demasiado cruel que nuestros
cuerpos estén programados para doler cuando nos equivocamos y nos caemos. Y la
verdad, lo es. Pero seguramente, si en la escalera del tobogán hubiese un
cartel gigante que dijese “CUIDADO, NO TE TIRES DE CABEZA PORQUE TE VA A
DOLER”, nos tiraríamos igualmente. Nos dolería, nos curarían, la próxima vez
tendríamos más cuidado.
Seguramente las heridas existen para
recordarnos que somos vulnerables, para que no se nos olvide que no somos
perfectos. Y en ese caso, yo creo que las heridas pueden ser muy útiles. Y es
que un día, de repente, el proceso cambia: me caigo, me duele, nadie me cura.
Me tengo que curar yo solo. Nunca lo he
hecho, no sé como hacerlo, tengo miedo. Quizá ese es el propósito principal de
las heridas, que tengamos miedo. Y es que el miedo no es algo tan negativo como
dicen por ahí. Ser valiente no significa no tener miedo, ser valiente significa
asumir que lo tienes, e incluso reconocer que eres cobarde. Solo de esa manera
el miedo puede ayudarte, y no hundirte.
Como digo, creo que las heridas, a través
de dolor (que da miedo), nos intentan ayudar a aprender de nuestros errores. Y
digo “intentan” porque al final todo depende de nosotros.
Hay dos opciones a la hora de reaccionar
ante una herida. La primera es: te caes, te duele, lloras, y esperas que
alguien te cure. La segunda es: te caes, te duele, lloras, y entiendes que
nadie va a venir a curarte. La primera es más atractiva, más fácil. Es la forma
más sencilla de quitarnos la responsabilidad, de intentar no ver la cantidad de
culpa que hemos tenido en la caída.
La segunda asusta más. Y seguramente para
decidirte por ella tienes que haber escogido la primera opción varias veces,
hasta que ves que no funciona. No debemos pretender que alguien que no seamos
nosotros mismos cure nuestras heridas, porque entonces corremos el riesgo de
acabar pensando que curarnos es la obligación de esa persona. Y eso es un grave error.
Cada uno debe lidiar con sus heridas,
cada uno debe saber leer sus cicatrices. Esa es la única forma de aprender del
dolor y del miedo, de crecer, de madurar, de saber que las heridas nos cuentan
si estamos en una guerra por la que merece la pena luchar. En definitiva, de
entender que llega un día en el que las heridas ya no se curan con Betadine.
Un abrazo grandote!
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