Ya
estás aquí. Parecía que podríamos darte esquinazo, pero no, he notado la
humedad en la punta de mis zapatos. Ya has llegado. Ya has llovido, ya has
traído esas tardes de domingo en las que miras por la ventana sintiendo tu casa
un refugio y la calle una incertidumbre. Incertidumbre, ha venido contigo.
Has
llegado con tus nubes, con tu manía de hacernos querer un abrazo, con tu poca
luz y tu habilidad para despertar recuerdos que aún no se habían dormido. Te
has llevado, otra vez, el calor. Has sonreído cuando nos hemos quejado, porque
al final siempre vienes, porque al final siempre has llegado. Has liberado tu
frío, y no me has dado tiempo para acumular grados. Así es, es mejor bailar
contigo que lucharte, me lo has demostrado.
La
última vez que llegaste estaba mucho peor, ahora me lo has enseñado, pero
también, con tu maldita lluvia me has recordado cómo quiero estar la próxima
vez que vengas, porque tú siempre acudes a la cita. Me has obligado a aprender
del calor, porque no lo tengo, lo he perdido, lo he cambiado. Pero eres
imprescindible, tu frío, tus hojas, tu antaño. Sí, joder, eres justo lo que
necesitaba, porque cuando te arropa un abrigo que no es tuyo, y te has
acostumbrado, ya no depende de ti tener frío. Y yo me he helado. Pero no te culpo,
lo admito, he sido yo el que se ha desnudado.
Ya
estás aquí, otra vez has llegado. Estoy congelado, pero ahora que lo sé te
tengo ganas, no te tengo miedo, me lo has dejado claro: hay que aprender a
pasar frío, a dejarse llover, a llorar tiritando, porque si aprendes de la
lluvia, de las lágrimas, del tiritar, al final siempre se arrepiente y vuelve,
el verano. Y sé que esta vez lo hará, se arrepentirá, porque está escrito. Y
entonces saldrá bien, porque ya sabré cómo pasar frío, pero también cómo pasar
calor. Porque entonces ya sabré distinguir... entre invierno y verano.
Sé
bueno, otoño.