domingo, 23 de marzo de 2014

Tenemos lo que merecemos

Las ganas de inventar, y una tiza al cielo, marcarán la frontera de mi razón. Mi colección de angelitos negros, me recuerdan, tenemos lo que merecemos. Una vez más, y espero que no sea la última, Vestusta Morla ha despertado mis anhelos de inspiración. Y justo después he escuchado “Revolution”, de los Beatles. Demasiada buena música como para no pensar. Y en el arriesgado juego de pensar a veces surgen preguntas que te llevan a despertar aún más a tus perezosas neuronas. Y las mías, hoy, después de limpiarse las legañas, me han hecho llegar a preguntarme lo siguiente: Si todos queremos cambiar el mundo, ¿Por qué cojones nadie lo hace?

Ya os advierto que esto que vais a leer a continuación no es la típica reivindicación populista llena de insultos a los jefes del circo que supone este lugar llamado mundo. No penséis ahora en cerveza que os veo venir. Bueno, que eso, que no me voy a poner a decir todas las cosas malas que nos pasan, ni como los malos dominan a los buenos, ni nada de eso. El revuelto de palabras al que os vais a enfrentar en unos segundos es solo una reflexión humilde y nada pretenciosa, puesto que cada año que pasa tengo más claro que siempre hay alguien con un año más que yo, y que por lo tanto, tiene muchas papeletas de saber más y mejor que este aprendedor que os escribe.  

Tampoco quiero alardear de humildad, simplemente os aviso de que no voy de revolucionario ni nada por el estilo. Mi único problema es que pienso demasiado. Y a veces tengo que compartir mis racionalidades irracionales con el mundo, con el único objetivo de no dejar que mi cerebro explote. Aunque esta vez confieso que mientras bailan mis dedos en el teclado, en mi cabeza flota inestable la idea de que esto podría llegar a hacer pensar a alguien. Y eso, mola.

Me enrollo como las persianas, así que empiezo ya. Lo que quiero es intentar responder a mi pregunta del principio. ¿Por qué nadie hace nada? Seguramente a estas alturas de entrada ya habrá alguien indignado diciendo “¿¡cómo que nadie hace nada!?”  Y tiene razón. Os pido perdón por adelantado, voy a generalizar, en toda ley hay excepción. Cuando digo no hacer nada me refiero a no cambiar las cosas de verdad.

Ayer no me acosté demasiado pronto, y hoy me han despertado los ruidos que hacía una de las marchas por la dignidad al pasar por delante de mi casa. Gente de toda España caminando cientos de kilómetros para venir a Madrid, a quejarse. Admirable. De verdad, me quito el sombrero ante gente dispuesta a hacer semejantes esfuerzos por cambiar algo. De hecho, mientras escribo esto pienso en ir a la manifestación que han convocado en Atocha esta tarde. Pero tengo dudas. Por un lado, digo “tengo que ir, joder”. Por otro, hay algo dentro de mí que no me convence.

Y es que cuando pienso en lo que voy a gritar si voy, me da por pensar que no voy a conseguir nada. Lo sé, es una especie de pesimismo desalentador que invita a dejar de leer. Pero dadme un segundo, que os explico. Cuando pienso en ir a una manifestación, me doy cuenta de que voy a gritar contra unos hombres y mujeres de traje, que parecen tener en su mano mi futuro, y el de todos. Y en realidad lo tienen, deciden lo que cobramos, deciden quién puede y quién no puede estudiar, deciden prácticamente todo. El problema es que ese poder se lo hemos dado nosotros. Nos la hemos jugado a un color o al otro, pero siempre hemos perdido.

Y entonces me empiezo a preguntar si tiene sentido quejarnos de nuestra propia decisión. Que lo sé, nadie ha elegido que faciliten el despido, que suban la luz, o que recorten en sanidad. ¿Pero alguien se preocupa de verdad antes de que pase todo eso? ¿O solo nos quejamos cuando nos afecta a nosotros? Espero que no estéis pegando al ordenador al leer esto, ya os he avisado de que es una simple opinión. Y espero también que lleguéis hasta el final.

No solo pienso en que somos egoístas y un tanto hipócritas (TODOS), también pienso en cómo hemos llegado a serlo. Y supongo que cada uno barre para su propia casa, pero en este caso intento ser objetivo al 100%. Creo que el problema se llama educación. De hecho tengo una teoría no patentada que se llama “teoría de la poca valoración social del maestro”. Os la cuento lo más rápidamente posible.

Mi teoría se basa en lo siguiente: la educación, en este país, se sostiene sobre pilares endebles. Y lo más grave es que esa poca firmeza de los pilares es más que intencionada. Hablo, lógicamente, del instrumento político que suponen las escuelas para los hombres y mujeres de traje. Cada 4 u 8 años nace una nueva ley de educación cargada de fines ideológicos, y carente de soluciones para los verdaderos problemas educativos, como el abandono escolar.

Pero yo voy más allá, y me pregunto, sin meterme en política, de dónde vienen los problemas de la educación española. Y después de darle muchas vueltas, mi sensación es que parte de la fragilidad de nuestro sistema educativo viene de la mano de una cultura anticuada y poco receptiva ante posibles cambios. Y es que en este país criticamos prácticamente todo, pero cambiamos prácticamente nada. Y muchas veces, miles, he oído decir lo siguiente: “bua, magisterio, en esa carrera… ¿qué hacéis? sumas y restas, ¿no?” Ya me he acostumbrado a la ignorancia, pero el problema es que los que formulan preguntas tan estúpidas son el reflejo de una sociedad que ve la educación como algo importante, pero no imprescindible. Los profesores no son valorados socialmente como se merecen. Los salarios son bajos, pero en la calle se dice que no merecemos más porque “tenemos muchas vacaciones”.

Y lo que voy a decir ahora es triste, y denota el capitalismo inyectado que llevo, como todos, metido en mi mente desde pequeño. Si los profesores cobraran más, este país iría mucho mejor. Lo sé, si leéis solo esta última frase como poco os reís de mí. Dejadme explicarme. Los salarios de, por ejemplo, ingenieros o médicos son mucho más altos que los de un profesor de colegio. La nota de acceso a magisterio es mucho menor que la de una ingeniería o medicina. Siendo claros, solo aquellos adolescentes que tienen buenas notas medias en bachillerato se plantean estudiar esas carreras. Sin embargo, conozco mucha gente que ha decidido estudiar magisterio porque “es fácil y piden poca nota para entrar”. Esto es así, no me lo podéis negar. A mí me decía todo el mundo que cómo iba a hacer magisterio si tenía buena nota en selectividad. Eso es un error terrible.

Donde quiero ir a parar es a que lamentablemente, y puede que pierda algún lector al decir esto, hay gente que llega a ser profesor sin tener las capacidades que una profesión tan importante requiere. Los ingenieros construyen el mundo, los médicos salvan vidas, los profesores construyen personas. Si la nota para entrar a magisterio en la universidad fuese un 9 en vez de un 5, si los sueldos fueran mucho más altos, solo llegarían a formarse como profesores aquellos con más habilidades. Porque seamos sinceros, no todos valemos para lo mismo. Y la decisión de ser maestro debería tomarse después de ser consciente de que ser profesor requiere levantarse cada mañana con las ganas de hacer que tus alumnos se superen día tras día, y eso conlleva un gran esfuerzo y dedicación. Lo que os quiero decir es que no debería haber ni un solo profesor vago en este país. Porque de profesores vagos nacen alumnos vagos, y por lo tanto, ciudadanos dóciles y manejables. Espero haberme explicado bien, no creáis que mi intención es pedir un aumento de sueldo en el trabajo que aún no tengo.

Resumo. Si ser profesor estuviese tan valorado socialmente como está ser médico o ingeniero (son ejemplos eh), los sueldos serían más altos, gente más capacitada decidiría ser profesor (es triste pero cierto), y la educación sería de una mayor calidad. Cuando vamos al hospital no esperamos que nos atienda un médico que no sepa bien lo que hace. Cuando un padre o madre lleva a su hijo al colegio, tampoco debería esperar incompetencia de ningún tipo.

Para acabar ya con mi teoría no patentada, os cuento una curiosidad. En el mundo de la educación, Finlandia es uno de los referentes a nivel mundial. Sus datos de abandono escolar son bajísimos, y los profesores son considerados una autoridad social. Su gran valoración se refleja también en los salarios, que son considerablemente mayores que los de un maestro español (unos 3.400 € mensuales frente a unos 1.500 € aquí). En Finlandia la tasa actual de paro es del 8,1%; en España, del 25,8 %. No digo más.

No quiero malinterpretaciones. No digo que los terribles problemas que tiene hoy en día este país se deban exclusivamente a una mala educación o a una cultura poco seria, pero creo que esos dos factores sí tienen una influencia clave. Y es que, en mi opinión, nos educan para aceptar los fallos de los hombres de traje, para resignarnos a tener que sortear como sea los obstáculos que nos van poniendo. Tenemos una democracia que llegó como salvadora después de etapas que jamás debieron haber tenido lugar, pero que en la actualidad, se está quedando anticuada. No podemos vivir gobernados por dosis de resignación.

Sin embargo, y aquí viene lo más importante de mi mensaje, el problema no son únicamente los hombres y mujeres de traje. Sé que mucha gente podría leer esto y decirme que ellos no merecen estar en paro, ni ser desahuciados. Os prometo que estoy totalmente de acuerdo, y es injusto que dependamos tanto de gente que no está a la altura de nuestras ganas de vivir dignamente. Recordad que estoy generalizando para explicar mi idea, pero sé que hay gente que está pasando hambre después de llevar toda la vida trabajando y luchando por conseguir justamente lo contrario. Sin embargo, llevo ya 21 años mirando la sociedad que tengo alrededor. Y al mirarnos veo que nos quejamos de cosas que hacemos todos. Los hombres y mujeres de traje roban, pero creo que mucha gente en su situación haría lo mismo. Y cosas peores. Por cierto, les llamo hombres y mujeres de traje porque “políticos” no me parece adecuado. Yo creo que la política no debería estar remunerada, para que solo se dedicasen a ella ciudadanos trabajadores con una vocación social real.

Volviendo al tema, mi opinión es que los que nos gobiernan o quieren gobernar no son tan diferentes a nosotros. Solo tienen más poder, lo que los corrompe aún más. Y por ello, creo que la revolución de la que ya hablaban los Beatles, y que es hoy más necesaria que nunca, no debe basarse en cambiarles a ellos y a sus trajes, sino en cambiarnos a nosotros. A todos y cada uno de nosotros. Es necesaria una revolución a la francesa, no con guillotinas, sino con ideas. Con reflexiones individuales sobre lo que cada uno es y hace. Podremos llegar a cambiar el mundo capitalista e injusto que tenemos si llegamos a poder cambiar nosotros primero.

Sé que esto puede sonar idealista, y es más, creo que incluso lo es un poco. Pero no quiero resignarme más. Quiero cambiar, quiero limpiar mi granito de arena. Y entiendo y respeto a quien me diga que no es fácil. Cada persona es un mundo con sus problemas, cada vida es un mapa con calles diferentes. Por ejemplo, hoy hace un año que le dije “te quiero” a mi chica por primera vez, y eso es hoy lo más importante para mí. Pero… ¿por qué no esforzarnos en cambiar poco a poco? De verdad, hablo de un proceso lento, pero efectivo. Tan lento como esas abuelitas que al pagar en el supermercado vacían su monedero sobre la caja para pagar con monedas de 5 céntimos. Pero tan efectivo como su búsqueda.

No habría escrito todo esto si no creyese en todas y cada una de mis palabras. Creo que es posible. Creo que podemos cambiar el mundo, empezando por abajo. Por nosotros mismos. Hasta entonces, nos seguiremos quejando de la imagen que refleja un espejo que nosotros elegimos y no queremos mirar. Hasta entonces, seguiremos teniendo lo que merecemos.




Qué bien que hayas leído hasta el final. Si te ha gustado, o al menos te ha hecho pensar, molaría que compartieses esto con quien creas que puede apreciarlo. Gracias, ¡un abrazo fuertote!



jueves, 6 de marzo de 2014

El profesor sin alumnos

Hace demasiado tiempo que no me pasaba por aquí. No me preguntéis por qué, porque ni siquiera yo lo sé. Lo que sí sé es que hoy me ha apetecido venir, y aquí estoy. Espero que vuestra vida sea un poquito mejor que cuando publiqué la última entrada allá por mayo de 2013.

He vuelto a escribir para hacer algo que no acostumbro a hacer: fardar. Sí sí, estoy casi un año sin contaros ninguna de las numerosas absurdeces barra locuras que se me pasan por la cabeza (se me siguen pasando eh no os creáis que no…) y vuelvo haciéndome el chulito. Así soy yo. Pero creo que me perdonaréis. Presumir deja de ser una palabra evitable si sacamos pecho por un buen motivo o causa que no hace daño a nadie.

Y bueno, os cuento mi causa de presumimiento (sigo siendo inventor de palabras). Por si aún no lo sabéis, estoy estudiando Magisterio. Magisterio es la carrera que hacemos los que queremos ser profesores, también conocida como la carrera que estudias para que luego llegue el político de turno y te intente decir lo que tienes que hacer. Normalmente sus instrucciones se adornan de magníficas intenciones, pero el fin último suele ser procurar no formar un pueblo demasiado culto, no sea que algún día se dé cuenta de lo estúpido y manejable que es e intente cambiar. Lo sé, es una Wertgüenza (sigo siendo crítico).

Pero no perdamos el hilo. Mi motivo de presumimiento viene de la mano de un suceso novedoso y motivante que ha ocurrido en mi vida desde este pasado mes de enero. He empezado mi primer periodo de prácticas, en mi cole de toda la vida. Y hoy estoy aquí para fardar de mis 26 pequeños héroes y heroínas de 11 años, y de mi profesión.

Hace poco hicimos un concurso de microcuentos (más largos que los de twitter) que tuvo bastante éxito, y tras darle una vuelta de hoja (no entiendo esta expresión pero la uso –sigo siendo tonto), he decidido que la mejor manera que se me ocurre de despedirme de mis pequeños grandes alumnos es crear mi propio microcuento en su honor, y mañana se lo leeré en mi despedida.

Y lo sé, diréis “¿y a mí que me importa esto tío eres idiota tío?” (cuando escribo siempre me imagino alguien muy chungo leyendo mis entradas no sé por qué…). La verdad es que probablemente habrá cosas que no entenderéis, y os pido disculpas; pero a mí hoy me apetecía compartir esto, para presumir de oficio. Porque os juro que podréis ser más guapos, más listos, más graciosos… o más ricos que yo, pero nunca podréis decirme que habéis elegido una profesión más bonita que la mía.

Espero que os guste. Un abrazo grandote. 

Érase una vez un profesor que no tenía alumnos. Le encantaba enseñar, y más aún jugar con los niños; pero como solo tenía 21 años, todavía no tenía chicos y chicas a los que enseñar ni con los que jugar. Estudiaba y estudiaba para poder llegar a convertirse en un magnífico maestro, pero le ponía muy triste pensar que no podía practicar.

Sin embargo, un día su suerte cambió. Casi sin darse cuenta, había llegado su primer día de prácticas en un colegio. Siempre había soñado con ese momento, y estaba muy nervioso antes de que la puerta del curso que le había tocado se abriese.
Cuando por fin entró, vio que tenía delante a todo un ejército de pimientos. Sí sí, habéis oído bien, pimientos. Aquellos alumnos no eran solo niños, también eran pimientos capaces de ser muuuuuuy pesados a veces, pero sobre todo de convertir, como por arte de magia, clases de lengua, mates, cono o inglés en auténticas aventuras en las que todo podía pasar.

El profesor y sus pimientos, al mando de la gran tutora, que trataba a todos con el cariño de una madre, pasaron juntos dos meses cargados de momentos inolvidables. Pero con el paso de los días descubrieron también que parte de la magia de las historias que vivían nacía en la propia rutina que les abrazaba cada día. Divisiones con positivo, cifras y letras, mirar los cuadernos, dame la agenda, el ahorcado de conocimiento, cuento hasta 3, vuelve de las nubes, termometrus fatalus, el escayolista del maspe (que en paz descanse), el buzo que afortunadamente no llegó a reventar, canibalismo a la vuelta del baño,el “profe pero es que”

En definitiva, los alumnos y su profesor se lo pasaron en grande durante sus dos meses de convivencia. Los niños aprendieron del nuevo profe, que se esforzaba por hacerse entender; pero todavía eran demasiado pequeños para entender que los verdaderos profesores habían sido ellos. El profesor sin alumnos había aprendido con ellos y de ellos más de lo que había aprendido en 2 años y medio de carrera.

Pero como casi todo en esta vida, los dos meses de aprendizaje conjunto llegaron a su fin. Con mucha pena, el profesor tuvo que volver a ser alumno de universidad, y abandonar esa mágica rutina de la que había podido ser testigo. Sin embargo, la pena fue mucho menor que la alegría que sintió al darse cuenta de que nunca jamás volvería a ser un profesor sin alumnos. Aquellos chicos y chicas, aquellos pimientos le habían regalado un trocito de su magia para siempre.



A la clase de 5ºA, porque si siguen aprendiendo a utilizar su magia, algún día podrán intentar cambiar el mundo. Os quiero.