jueves, 6 de marzo de 2014

El profesor sin alumnos

Hace demasiado tiempo que no me pasaba por aquí. No me preguntéis por qué, porque ni siquiera yo lo sé. Lo que sí sé es que hoy me ha apetecido venir, y aquí estoy. Espero que vuestra vida sea un poquito mejor que cuando publiqué la última entrada allá por mayo de 2013.

He vuelto a escribir para hacer algo que no acostumbro a hacer: fardar. Sí sí, estoy casi un año sin contaros ninguna de las numerosas absurdeces barra locuras que se me pasan por la cabeza (se me siguen pasando eh no os creáis que no…) y vuelvo haciéndome el chulito. Así soy yo. Pero creo que me perdonaréis. Presumir deja de ser una palabra evitable si sacamos pecho por un buen motivo o causa que no hace daño a nadie.

Y bueno, os cuento mi causa de presumimiento (sigo siendo inventor de palabras). Por si aún no lo sabéis, estoy estudiando Magisterio. Magisterio es la carrera que hacemos los que queremos ser profesores, también conocida como la carrera que estudias para que luego llegue el político de turno y te intente decir lo que tienes que hacer. Normalmente sus instrucciones se adornan de magníficas intenciones, pero el fin último suele ser procurar no formar un pueblo demasiado culto, no sea que algún día se dé cuenta de lo estúpido y manejable que es e intente cambiar. Lo sé, es una Wertgüenza (sigo siendo crítico).

Pero no perdamos el hilo. Mi motivo de presumimiento viene de la mano de un suceso novedoso y motivante que ha ocurrido en mi vida desde este pasado mes de enero. He empezado mi primer periodo de prácticas, en mi cole de toda la vida. Y hoy estoy aquí para fardar de mis 26 pequeños héroes y heroínas de 11 años, y de mi profesión.

Hace poco hicimos un concurso de microcuentos (más largos que los de twitter) que tuvo bastante éxito, y tras darle una vuelta de hoja (no entiendo esta expresión pero la uso –sigo siendo tonto), he decidido que la mejor manera que se me ocurre de despedirme de mis pequeños grandes alumnos es crear mi propio microcuento en su honor, y mañana se lo leeré en mi despedida.

Y lo sé, diréis “¿y a mí que me importa esto tío eres idiota tío?” (cuando escribo siempre me imagino alguien muy chungo leyendo mis entradas no sé por qué…). La verdad es que probablemente habrá cosas que no entenderéis, y os pido disculpas; pero a mí hoy me apetecía compartir esto, para presumir de oficio. Porque os juro que podréis ser más guapos, más listos, más graciosos… o más ricos que yo, pero nunca podréis decirme que habéis elegido una profesión más bonita que la mía.

Espero que os guste. Un abrazo grandote. 

Érase una vez un profesor que no tenía alumnos. Le encantaba enseñar, y más aún jugar con los niños; pero como solo tenía 21 años, todavía no tenía chicos y chicas a los que enseñar ni con los que jugar. Estudiaba y estudiaba para poder llegar a convertirse en un magnífico maestro, pero le ponía muy triste pensar que no podía practicar.

Sin embargo, un día su suerte cambió. Casi sin darse cuenta, había llegado su primer día de prácticas en un colegio. Siempre había soñado con ese momento, y estaba muy nervioso antes de que la puerta del curso que le había tocado se abriese.
Cuando por fin entró, vio que tenía delante a todo un ejército de pimientos. Sí sí, habéis oído bien, pimientos. Aquellos alumnos no eran solo niños, también eran pimientos capaces de ser muuuuuuy pesados a veces, pero sobre todo de convertir, como por arte de magia, clases de lengua, mates, cono o inglés en auténticas aventuras en las que todo podía pasar.

El profesor y sus pimientos, al mando de la gran tutora, que trataba a todos con el cariño de una madre, pasaron juntos dos meses cargados de momentos inolvidables. Pero con el paso de los días descubrieron también que parte de la magia de las historias que vivían nacía en la propia rutina que les abrazaba cada día. Divisiones con positivo, cifras y letras, mirar los cuadernos, dame la agenda, el ahorcado de conocimiento, cuento hasta 3, vuelve de las nubes, termometrus fatalus, el escayolista del maspe (que en paz descanse), el buzo que afortunadamente no llegó a reventar, canibalismo a la vuelta del baño,el “profe pero es que”

En definitiva, los alumnos y su profesor se lo pasaron en grande durante sus dos meses de convivencia. Los niños aprendieron del nuevo profe, que se esforzaba por hacerse entender; pero todavía eran demasiado pequeños para entender que los verdaderos profesores habían sido ellos. El profesor sin alumnos había aprendido con ellos y de ellos más de lo que había aprendido en 2 años y medio de carrera.

Pero como casi todo en esta vida, los dos meses de aprendizaje conjunto llegaron a su fin. Con mucha pena, el profesor tuvo que volver a ser alumno de universidad, y abandonar esa mágica rutina de la que había podido ser testigo. Sin embargo, la pena fue mucho menor que la alegría que sintió al darse cuenta de que nunca jamás volvería a ser un profesor sin alumnos. Aquellos chicos y chicas, aquellos pimientos le habían regalado un trocito de su magia para siempre.



A la clase de 5ºA, porque si siguen aprendiendo a utilizar su magia, algún día podrán intentar cambiar el mundo. Os quiero. 

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