Esta no es una historia de
príncipes azules y princesas que viven en mundos de color rosa. Esta es la
historia un camino que jamás apareció en ningún mapa. Un camino que se hizo
siguiendo los pasos de la inevitable y fascinante ley de la causalidad. Un camino
que nació cuando se unieron dos caminos mucho más pequeños y frágiles. Esta es
la historia de una historia increíble, y os la voy a contar.
Todo empezó en 1978. Mi
madre, una mujer de 18 años nacida en una familia humilde, decidió ese año que no
le quedaban más dudas que dudar: quería ser profesora. O maestra. Como queráis.
Siempre le habían gustado los niños, y la idea de dedicarse profesionalmente a
hacer de personitas sin ambiciones futuros comedores de mundo le llenaba, y
mucho. Era pura vocación. Una universidad de Madrid guardaba todos los apuntes
que mi madre tendría que coger para llegar a cumplir su sueño. Y lo cumplió.
En 1985 nació mi hermano,
Sergio, un chico del que os puedo decir que tiene Síndrome de Down, pero
preferiría que le recordaseis por sus enormes e ilimitadas ganas de vivir.
Siempre ha tenido un carácter más parecido al de mi padre que al de mi madre: divertido,
pero serio. En 1987, vino al mundo Almudena, mi hermana. Una chica diferente
con una capacidad artística y un talento creativo que le han impedido siempre
moverse por lugares en los que se siguen esquemas fijos. Su carácter, aunque
alegre, tampoco le acercaba al ímpetu social de mi madre. Y en 1993 me tocó a
mí decirle hola al mundo. Y no os voy a hablar mucho de mí, leyendo el blog
podréis conocerme bastante. Lo que sí debo contaros es que entre las cosas que
he heredado de mi madre, una de las más importantes es sin duda la vocación de
ser profesor.
Siempre me han encantado
los niños. Piensan poco, ríen mucho, el mayor de sus problemas se suele
solucionar con un abrazo… Siempre digo que yo soy un niño disfrazado de
“adulto” (lo de adulto va entre comillas porque tengo 20 años, joder), y por
eso me llevo tan bien con ellos. Además la sensación que da ayudar a alguien a
crecer y a mejorar es diferente al resto de sensaciones. No digo mejor, digo
diferente. Y por eso decidí hacer magisterio. Porque sé que en mi mano estará
la posibilidad de cambiar las vidas de pequeñas fieras que podrán acabar siendo
grandes personas. Además enseñando se aprende. Aprendiendo se crece. Y yo no
quiero dejar de crecer jamás. No hay más razones.
Es importante que os diga,
para que entendáis bien la historia, que estuve a punto de no ser profesor. No
quiero ir de sobrado, pero tenía notas que llevaban a la gente a decir que era
capaz de estudiar algo más difícil. Nunca entendí ese argumento. Pero al final
no cedí ante tanta presión. Y el día antes de hacer selectividad, en 2011,
tenía claro cuál era mi meta, independientemente del numerito que surgiese al
hacer la media de todas mis notas.
Pero volvamos atrás, a
2004. En ese año mi madre me apuntó por primera vez a una academia de inglés,
en Leganés . Me metieron en un nivel de tercero de la ESO, a pesar de que yo
tenía solo 11 años. Cuidado, no os creáis que era superdotado o algo, no tenía
ni idea. Hello, how are you,
all my people on the floor, y poco más… La política de la academia
decía que para aprender había que estudiar un nivel muy superior al que el
alumno ya tenía. Y yo estoy totalmente de acuerdo. Lo pasé mal ese primer año,
pero aprendí muchísimo. Y todo ese esfuerzo me ha llevado a tener un nivel
aceptable, e incluso a sacarme unas pelas (unos euros para los contemporáneos)
dando clases particulares.
Vale, ya os he contado mi
vocación de profesor y mi nivel de inglés aceptable. Creo que ya es hora de
presentaros a una persona que llegó a mi vida, y quizá sin darse cuenta, la ha
acabado cambiando por completo. Os hablo de María. Una chica de Getafe (la
ciudad donde vivo) que conocí en 2007, en la primera clase de tenis de mi vida.
Creo que es interesante contaros como llegué a apuntarme a clases de tenis.
A mí, desde pequeñito,
siempre me había gustado el fútbol. Jugaba a ser Zidane en la cocina, con una
pelota de gomaespuma. Y según mi madre, a los 4 años me pasaba las horas
anteriores a los partidos mirando el reloj del microondas, dando paseos de 3
metros, y contando los minutos para encender la tele en busca de un balón. Y no
solo veía fútbol. También jugaba. Pasé 8 años en la cantera del Getafe, y era
feliz. Pero las lesiones acabaron poco a poco con mi ilusión. Suena a topicazo,
pero no. No os voy a engañar, era buenillo, pero no iba para crack ni nada.
Simplemente me encantaba jugar. Pero me pasó de todo. Desde dolores por el
crecimiento en todo tipo de extremidades hasta injertos en el pie (tengo un
cachito de mi propio peroné en el pie y lo cuento orgulloso por donde voy). El
caso es que en 2007 decidí cambiar de deporte. Quería seguir jugando, y me
decanté por el tenis.
Y esto nos devuelve a
aquella primera clase de septiembre de 2007 donde conocí a María. Una chica
alegre, divertida, y siempre con una sonrisa en la boca. Lo acojonante es que
varios días después de esa primera clase de tenis llegué a otra primera clase,
esta vez en mi nueva academia de inglés de Getafe. Y adivinad quién estaba
allí. Sí, María. Me acuerdo de que cuando nos vimos pusimos cara de ¡¿pero tú
qué haces aquí!?
Estuvimos varios años
yendo a la misma academia y al mismo club de tenis, pero en 2010 dejamos de vernos.
Yo dejé el tenis, y me apunté a la escuela de idiomas. A lo mejor os interesa
saber que María estudia hoy mi misma carrera, y que su hermano y mi hermana
también fueron compañeros de clase en arquitectura. En 2011 no la vi hasta un
viernes de abril. El viernes que lo cambió todo para siempre. Era una tarde de
estas que te apetece salir por no quedarte en casa más que por otra cosa. Y por
eso me fui con mis amigos Alberto y Fernando a Parquesur, un centro comercial
de kilo perfecto para dar una vuelta. Y cuando das una vuelta andas, y te
cansas. Y te entra hambre. Y para matar el gusanillo decidimos ir a un sitio
muy famoso donde sirven hamburguesas rápidas que no se sabe qué llevan pero
saben siempre a rico. ¿Qué hay dos sitios de esos? No quiero hacer publicidad,
pero os digo que no era el del rey. El otro.
Al llegar a Mc Donalds
(OUCH!), decidimos pedir y luego buscar una mesa para tomarnos nuestros mc
flurries (no sé si se escribe así) tranquilamente. Y fue entonces, mientras
buscábamos sitio, cuando me fijé en la chica de la mesa de al lado de la barra.
¿Era ella? Sí, era María.
Nos hicimos las típicas
preguntas convencionales acerca de nuestras respectivas vidas. Y tras pasar por
“familia” y “tenis” llegamos a “estudios”. Y entonces María me contó que estaba
haciendo magisterio. Pero una modalidad especial que habían sacado en la
universidad Rey Juan Carlos. En Vicálvaro. Bilingüe. Magisterio, y en inglés.
Imaginaos mi cara de alegría al enterarme. Era perfecto para mí. Me informé
mucho sobre esa nueva modalidad, y María me contó muchas cosas. Además, gracias
a la escuela de idiomas no tendría ni que hacer prueba de nivel de inglés para
entrar. Al final, dos semanas después del encuentro con María en Parquesur,
puse la nueva modalidad como primera opción en la hoja de acceso a la
universidad. Complutense y Autónoma se quedaron con los otros puestos del
podio. María no solo me descubrió esa posibilidad (de la que jamás me habría
enterado si no hubiese sido por aquel encuentro “fortuito”), además me animó a
dar el paso. Por eso María tiene un papel protagonista en esta historia. Pero
no, María no es, en mi caso, la chica más bonita del mundo. Sigamos.
En septiembre de 2011 empecé
las clases en Vicálvaro. Enseguida hice muchos amigos, y poco a poco fuimos
formando un grupo. Cada vez teníamos más confianza, me sentía muy a gusto la
verdad. Y entonces un día, a finales de ese mes de septiembre de 2011, al llegar
a clase, me di cuenta de que, en uno de los asientos que el grupo consideraba
ya casi como propios, había una chica nueva. Se la veía nerviosa, con miedo. Y
decidí hacer algo para intentar ayudarla. Me había sentado justo delante, así
que me giré y la pregunté: “¿Tú eres nueva no?”. Ahora ella me dice que parecía
que iba con aires de chulito, pero yo os juro que esa frase no iba con esa
intención. No me acuerdo con claridad del momento, pero sé que no fue así. Eso
sí, tengo que admitir que aquel día de septiembre de 2011, el Carlos de
entonces no fue capaz de darse cuenta de que estaba sentado delante de la chica
más bonita del mundo.
Os podría contar la
historia de cómo llegó Mónica, porque así se llama la chica nueva, a esa
modalidad nueva de Vicálvaro. También tiene varios momentos y circunstancias
especiales que hicieron que acabase allí. Pero me parece mal hablar de vidas
ajenas en mi blog. Solo os diré que Mónica ocupó una de las 3 únicas plazas que
quedaron libres en la carrera en septiembre, y que la nota de corte fue un 10 y
pico.
Mónica se integró rápido
en nuestro grupo de amigos. Era alegre, simpática, y parecía buena por
naturaleza. Parecía imposible no cogerla cariño. Y poco a poco empecé a
conocerla, aunque los escudos que ambos sosteníamos con fuerza impedían que nos
viésemos el uno al otro con claridad. No fue hasta después del verano de 2012,
después de un viaje a la playa incluido, cuando, sin saberlo, empezamos a
descubrir que no nos daba miedo quitarnos la coraza. Que incluso no solo no
daba miedo, sino que empezábamos a ser cada vez más felices. Yo siempre digo
que nada que merece la pena ocurre fácil ni rápido, y todo esto merece mucho la
pena. Por ello, muy despacio, me fui dando cuenta del mundo que esa chica nueva
de la universidad estaba preparando para mí. Poco a poco, pasito a pasito, y
con la sensación de que cada día que pasaba la conocía un poquito más, y más
ganas tenía de cuidarla. Y así llegó diciembre de 2012, y ya no hubo dudas.
Entendí que había que ser valiente. Valiente ante algo que no había conocido
jamás. Lo suficientemente valiente como para decidir dar el paso, y comerme el
mundo que Ella había preparado para mí. Tenía mucho miedo, pero muchísimas más
ganas de hacerla feliz.
Y desde el 14 de diciembre
de 2012 no he dejado de aprender a vivir de verdad. No he dejado de perder
miedos, ni de descubrir cosas de ella, de nosotros, y de mí mismo. No he dejado
de aprender a ser feliz, y me sorprendo cada día dándome cuenta de que la queda
muchísimo por enseñarme. Tengo la sensación de estar justo en el lugar en el
que quiero estar, y por eso no me arrepiento de nada.
Si mi madre no hubiese tenido vocación de profesora quizás yo tampoco me habría interesado jamás por los niños. Si no me hubiesen apuntado a una academia de inglés no podría haberme planteado estudiar una carrera bilingüe. Si no hubiese tenido tantas lesiones no habría cambiado fútbol por tenis. Si mi amiga María no se hubiese apuntado al mismo horario que yo en tenis e inglés, y a mi actual universidad, nunca hubiésemos llegado a ser amigos, y no nos habríamos saludado aquella tarde en parquesur. No me habría enterado de esa nueva modalidad de Viválvaro, y probablemente ahora estudiaría en otra universidad. Y si Mónica, que llevaba una muy buena media de bachillerato, se hubiese presentado a selectividad en junio, estudiaría hoy en la universidad Complutense. Pero todas esas cosas no pasaron. Pasaron las que tenían que pasar. Ah, y puede que os resulte interesante saber que el primer día que fui a la autoescuela (en octubre de 2011) después de matricularme, había dos chicas allí. Y sí, una de ellas era María. Alguien se había guardado un comodín por si Mónica y yo aún no habíamos llegado a cruzarnos. Pero ya no hacía falta. No me cansaré de decirlo: todas las cosas pasan por algo. Y hoy, a mí no me da ningún miedo decir que ella, la chica más bonita del mundo, es mi “algo”. Tengo la sensación de que todo lo que me ha pasado hasta ahora en la vida ha pasado por ella, porque tenía que conocerla, descubrirla, y decidir dedicarme a cuidarla y hacerla feliz.
Y me alegro de cada
decisión, de cada paso que he dado en estos 20 años. De los aciertos, pero
también de los fallos. No me arrepiento de ninguno de mis numerosos tropiezos,
ni de no haber sido capaz de confiar en nadie de verdad. De haber cargado con
una coraza con la que el mundo parecía un lugar fácil y no había que llorar
nunca. Con la que ser valiente no era una posibilidad, porque no había un miedo
real que perder. Las cosas grandes, las que nos quitan el sueño, dan miedo de
verdad. No me lo podéis negar. Y yo tuve muchísimo miedo cuando me di cuenta de
que alguien me estaba descubriendo mil cosas nuevas. Y también cuando la pude
conocer de verdad, cuando entré donde nadie se había atrevido a entrar, y pensé
que no quería irme de allí jamás. Cuando por fin me di cuenta de que tenía
delante a la chica más bonita del mundo, y de que ese “título” solo hablaba de
las cosas alucinantes que me había encontrado detrás de unos ojos preciosos. Pero
hoy ya no tengo miedo. Hoy solo tengo vida.
¿Cómo puedo tener miedo si
cuando me sonríe siento que todo va a ir bien? Que joder, no sabéis lo que es
pasar horas preparando sorpresas para ella. De las pequeñas, de las que
sorprenden de verdad. Que os juro que cuando se deja sorprender no quedan centímetros
en mi cara para darle cabida a mi sonrisa. Que se sonríe, agacha la cabeza, se
esconde y se muere de vergüenza. Y yo me muero de ganas de no dejarla llorar
jamás. Que me cuenta sus problemas y me gusta hacerlos míos. Que las soluciones llegan antes cuando
estamos juntos, y el suelo parece mucho más firme. Aunque sea de arena, y las
pisadas nunca hayan sido muy uniformes hasta ahora. Que aprendemos cada día,
juntos, a hablar en plural. Que me gusta estar loco porque sé que ella también
lo está, y entiende mi locura. Que he aprendido a tener ambición cuando la he
visto ser feliz de verdad, y que duele cuando está lejos. Que me aguanta cuando
me vuelvo idiota, y siempre sabe cuándo necesito un abrazo. Que somos
diferentes al resto del mundo, pero iguales entre nosotros. Por todo eso, y por
muchas cosas más, no puedo tener miedo a ser feliz, porque ahora sí sé serlo de
verdad.
Y esta es mi historia. Lo
que quiero contarle al ser humano que está leyendo esto es que cada uno tiene
que buscar, mejor dicho, encontrar, a su chica más bonita del mundo. Y para mí
Mónica es justo eso. Y no por lo preciosa que es, sino porque me hace vivir sin
miedo. Porque no me ha cambiado, pero sí me ha hecho conocer cosas de mí mismo que
no tenía ni idea de que existían. Porque cuando la miro me encuentro un espejo en el que puedo mirarme y verme tal
como soy. Y me gusto más gracias a ella. Porque vivo haciéndola vivir, y no se
me ocurre una mejor manera de estar vivo. Y porque me enseña cada día, cuando
veo las ganas que tiene de vivir. Porque le gusta jugar tanto como a mí. Y porque
Mónica se ha hecho fuerte a base de palos, pero nadie ha conseguido quitarle
nunca ese brillo que tiene en los ojos y que sale a pasear con la más mínima
tontería, con una onza de chocolate blanco, o un amago de beso en el cuello, por
ejemplo… Porque Mónica es feliz con muy poco, y no hay día que no se despierte con
ganas de comerse el mundo. Y esta historia cuenta justo eso: como, desde que
nos lo estamos comiendo juntos, el mundo
sabe mucho mejor. Porque Mónica es mi
chica más bonita del mundo, y no, esta no es una historia de príncipes azules y
princesas que viven en mundos de color rosa.
Felices 20!
Gracias por todo, te quiero.
Qué historia más bonita. Se me ha caído una lagrimilla.
ResponderEliminarAy, por favor! Qué rebonito!!!
ResponderEliminarNunca decepcionas Carr. Preciosa, como todas tus entradas.
ResponderEliminarEspero que Mónica sepa que se lleva una perlita contigo...
Que seáis refelices!
Un besote fuerte de la chica que da gracias por conocerte hace ya 16 años.
Con cariño, tu amordel. :)
madre mía Carlos, es precioso!!!! Me alegro mucho de haberte ayudado a encontrar a aquello que de verdad te gusta y a animarte a dar ese paso, y sobre todo a que gracias a ese paso hayas podido encontrar a la chica más bonita de tu mundo, porque es de las mejores cosas que te pueden pasar en esta vida.
ResponderEliminarMARÍA (la del texto sí, la misma)