Mira
que nuestros padres nos intentan avisar… “Que la vida no es tan fácil hijo, que
la vida es larga y a veces muy dura”. Nos repiten y repiten frases de ese estilo para
intentar que estemos preparados, nos protegen, a veces en exceso, por miedo a
que lo pasemos mal. Y nosotros casi nunca les hacemos caso.
Solo
empezamos a pensar que tenían razón cuando la vida, y perdón por la expresión,
nos mete la primera hostia de verdad. Como dije en la anterior entrada,
aprendemos de las heridas, aprendemos con el dolor. Y nuestros padres, que ya
se llevaron ese primer golpe hace mucho tiempo, tratan de advertirnos:
inevitablemente, vamos a pasarlo mal. Pero nosotros, con nuestra nostalgia
infantil aún a flor de piel, solemos pensar “qué pesados”.
Sin
embargo, creo que no sería justo culpar ni a los padres por intentar
protegernos, ni a nosotros por no saber lidiar con su sabio consejo. En
realidad, estamos hechos para aprender de ese modo, con esa primera gran hostia
que la vida nos va a dar antes o temprano.
Y
es que la vida es así. Seguramente no tenga rival en cuanto a efectividad a la
hora de enseñar, pero sus métodos poco ortodoxos y poco cariñosos nos machacan
sin escrúpulos. La vida es capaz, por
ejemplo, de darte la cosa más bonita e increíble con la que podrías llegar a
soñar, y luego quitártela sin preguntar.
Pero
lo fundamental es tener la calma suficiente para saber manejar ese dolor, que
parece difícil de superar, y ser capaces de tomar las decisiones adecuadas
cuando esa primera hostia de la que os hablo aparece. Yo pienso que ese dolor
tan grande y tan cruel nos desafía inconscientemente a aprender del error.
E
incluso eso parece difícil, cuando solo tienes ganas de llorar. Pero
seguramente las lágrimas también forman parte del plan. En mi humilde opinión, tras
notar el frío que desprende el suelo y después de los inevitables primeros
litros de lágrimas que van a salir por nuestros ojos, tenemos dos opciones.
O
seguir allí, tumbados en el suelo en un charco hecho con nuestras propias
lágrimas, o intentar descifrar el mensaje oculto detrás de esa gran primera
hostia. Nunca pensé que haría una entrada en este blog escribiendo la palabra
“hostia” tantas veces. Bueno, así compenso un poco, que me está quedando muy
filosófica.
A
lo que iba, que llorar puede salvarnos la vida. Las lágrimas, que son la prueba
empírica de la existencia del dolor, nos pueden ayudar una a una a entender por
qué nos hemos merecido ese golpe tan duro. Las lágrimas nos dan la oportunidad
de enmendar nuestro error, o nuestros errores.
Sin
embargo, esto que digo que suena tan cursi y bonito, no es nada fácil de
hacer. Lleva tiempo, supone todavía más
dolor y sufrimiento, y nos da la oportunidad de criticarnos a nosotros mismos.
Y no conozco a nadie que le guste que le critiquen.
Pero
después de haber sido tan cobardes como para no hacer autocrítica hasta que nos
obliga el dolor, estamos obligados a ser valientes para aprender de las
lágrimas. Y llegados a este punto (espero haberme explicado bien), ya estoy
listo para contaros mi teoría barra denuncia: deberían enseñarnos a llorar.
Qué
tontería Carlos, ¿cómo vas a decir eso? Eso me he dicho a mí mismo justo antes
de escribirlo. Pero creo que tenía que soltarlo. Y es que cuando llega la
situación que os he explicado en los párrafos anteriores, cuando llega esa
primera gran hostia, que a mi modo de ver es un momento crucial en nuestra
vida…, no sabemos llorar.
Nos
enseñan matemáticas porque están en todas partes y nuestro cerebro necesita
hacer ejercicio para valerse por sí mismo, nos enseñan lengua y literatura
porque es imprescindible comunicarse bien y tener cultura. Nos enseñan ciencia
porque saber algo nuevo es casi un regalo, e inglés porque es el futuro. Pero
nadie nos enseña a llorar.
Y
por eso quiero decirle al mundo que en el cole debería existir una asignatura
que se llamase “Aprender a Llorar”. Y no es broma. Llorar es mucho más
complicado de lo que parece, porque si lo haces cuando no deberías, no lo haces
cuando debes. Sí, esta última frase hay que leerla dos veces, pero tiene
sentido.
En
serio, pensadlo. No nos enseñan a distinguir cuándo llorar está justificado,
cuándo es verdaderamente necesario, no nos enseñan lo que de verdad es el
dolor, lo aprendemos de golpe cuando estamos malheridos en el suelo.
Y
eso a la larga pasa factura. Porque cuando estás roto por dentro, cuando no
tienes ganas de irte a dormir ni de despertarte, entonces entiendes que muchas
veces has llorado por auténticas gilipolleces (espero que no lea esto ningún
niño porque vaya vocabulario macho).
Y
si alguien nos enseñase lo que es el dolor, seguramente tendríamos tanto miedo,
que podríamos prevenir los errores en vez de corregirlos. Pero repito, nadie
nos enseña a llorar.
Y
hasta aquí mi denuncia barra teoría. Gracias por haber perdido unos minutos de
tu vida en leer esto, que al final no soluciona nada. Porque esa asignatura
jamás existirá. Nuestros padres seguirán siendo pesados para intentar
avisarnos, nosotros seguiremos pasando de ellos, nos seguiremos haciendo daño,
no valoraremos lo que tenemos.
En
definitiva, la primera gran hostia siempre llegará, antes o después. Y cambiará
tu vida, eso tenlo claro. Entonces tendrás que aprender a llorar, a
autocriticarte, a sufrir como no pensabas que se podía sufrir, y a ser
valiente. Y ser valiente significa ser capaz de valorar lo que eres y tienes, de
aprender de lo que has hecho mal sin machacarte y de aprovechar esas
oportunidades que solo ocurren una vez en la vida.
Pero,
¿sabes qué? A veces ser valiente no es solo aprovechar esas oportunidades
únicas, a veces ser valiente es también saber cuándo darlas.
Un abrazo gigante, enorme.
EC leré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario